sábado, 25 de noviembre de 2017

13. Ariel - Instinto de supervivencia

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Cuando recuperé la consciencia ya no estaba en la celda. Parpadeé para acostumbrarme a la luz de los fluorescentes que se encontraban encima de mí. No sabía cuanto tiempo había pasado. No sabía que había ocurrido. Recordaba a un hombre en la celda… Giré la cabeza a ambos lados y me incorporé. Parecía que estaba en una sala ¿de hospital? Las sábanas olían a limpio, la habitación era de tonos blancos, grises y azulados. Tenia unos cables y una vía intravenosa conectada a mi brazo derecho y unas ventosas a mi pecho. Una máquina a mi derecha, con una pantalla, monitorizaba mis constantes vitales. Había algunos armarios a mi izquierda y alguna bandejas con materiales médicos sobre ellos.
—¿Dónde estoy ahora? —murmuré en alto. ¿Me había llevado allí el hombre misterioso? ¿Seguía estando secuestrada por Artyom?
Me toqué la piel y la cara para comprobar que todo estaba en su sitio. Lo más raro era que me sentía bien. No tenía ningún dolor. Ni mi cabeza, ni mis articulaciones… Me miré los brazos y comprobé que no había ningún rastro de las quemaduras. Alcé la vista a la bolsa de líquido transparente que colgaba de una especie de perchero de metal y cuyo líquido era suministrado a mi sistema a través de la vía. ¿Sería algún tipo de droga? ¿Era aquello otro método de interrogación?
—¿Hola? —dije en alto. No hubo respuesta.
La puerta de la habitación se encontraba delante de la cama. Cerrada. Pero…¿Cerrada del todo? Ni si quiera me paré a pensar. Solo pensaba en sobrevivir, instinto puro de supervivencia. Agarré la vía intravenosa, cerré los ojos y de un tirón me la arranqué. Me tragué el grito de dolor y con las sábanas, presioné la herida para no ir dejando un rastro de sangre. Me quite las ventosas y todos los cables y la máquina con mis constantes comenzó a pitar, ya no detectaba el pulso. De un salto aterricé en el suelo frío, que mandó escalofríos de mis pies a mi cabeza, y con rapidez busqué el enchufe de la máquina y la desconecté, silenciándola.
Llevaba puesta una bata de hospital y no había más ropa en la habitación. Corrí hacia la puerta y para mi sorpresa y felicidad, se podía abrir. Con suavidad, la abrí poco a poco y miré a fuera. Un pasillo bien iluminado, impoluto…
—Estoy en un hospital—dije sin entender como había llegado hasta allí ni porqué.
Un silencio reinaba en el espacio y no me detuve a cuestionarme más cosas. Salí de la habitación y fui hacia la derecha casi corriendo. Solo tenía que encontrar la salida. Todo iría bien. Me presentaría en la primera comisaría de policía y lo contaría todo. Me ayudarían y podría volver a mi casa y a mi vida.
Giré a la derecha, encaminándome por otro pasillo, ensimismada en mis pensamientos y esperanzada. Tan ensimismada, que no vi a la persona que acaba de aparecer por otro de los pasillos. Tan ensimismada, que no me dio tiempo a reaccionar cuando me cogió por los hombros, deteniéndome.
—¿Buscas la salida? —Artyom me sonrió y el mundo entero se me cayó a los pies. Sentí las lágrimas quemar mis ojos y rodar por mis mejillas. Temblé, solo de recordar las torturas.
—Por favor…No me acuerdo de nada…No me tortures más—supliqué. Incluso pensé en arrodillarme a sus pies. No podía soportar más dolor, solo quería volver a casa.
Artyom me mandó callar mientras me secaba las lágrimas de mi cara.
—Tranquila, Ariel. Tú y yo vamos a dar una vuelta pero necesito que estés calladita. Porque sino...me volverás a obligar a hacerte daño. Y ninguno quiere eso ¿verdad?
Negué con la cabeza, como si fuese una niña pequeña. Me tenía anulada como persona. El miedo que me invadía era indescriptible. Sentía tal pánico que no abrí la boca en todo el trayecto, ni si quiera presté atención a por donde íbamos. Me dejé guiar como una marioneta. Sumida en un silencio intenso, alimentado por el miedo y la desesperación. No fue hasta que una puerta se abrió y el Sol me cegó, que no volví en mí.
—Lo has hecho genial—Artyom abrió la puerta del reluciente coche negro que estaba parado en mitad de una calle-. Ahora sube al coche, querida. Sé que debes de estar hambrienta. Iremos a por un buen desayuno.
Le miré con la boca abierta. No entendía nada. ¿Estaba de broma? ¿Era alguna retorcida técnica para sacarme información? Le miré a los ojos y me di cuenta. No eran azules. Eran de color ámbar.
Artyom hizo un gesto apremiante y me subí al coche sin saber en que lío me estaba metiendo ahora.

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