jueves, 21 de diciembre de 2017

17. Ariel - ¿Qué eres?

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Abrí la ventana para que se escapase el vapor que se había acumulado en el baño. Una suave brisa acarició mis cabellos mojados, arrancándome una sonrisa. Me di la vuelta y fui a enfrentarme a mi reflejo. El cristal se estaba desempañando y poco a poco mis rasgos dejaron de ser a borrosos a tener claridad.
—No está mal—Me dije a mi misma mientras contemplaba mi silueta. La ducha me había sentado bien aunque aún se me notaban las ojeras y una palidez preocupante teñía mi piel—. Larguémonos de aquí.
Dejé a mi reflejo en el pulido baño. Me encaminé a las escaleras con decisión y mi estómago rugió con intensidad cuando me llegó el olor de huevos y bacon recién hechos. Me detuve en seco a escasos escalones del final, la mano apoyada en la madera suave de la barandilla. Me moría de hambre. Respiré hondo. La tentación era demasiado grande, mis sentidos aullaban que me abalanzase sobre la comida que había dejado el hombre misterioso para mí. Cada fibra de mi ser vibraba y me empujaba hacia aquel olor delicioso…pero me resistí. Con toda la fuerza de voluntad que pude reunir bajé los últimos peldaños, y un paso tras otro fui hacia la puerta de la entrada, prohibiéndome mirar hacia la cocina. Tenía que irme de allí, buscar ayuda, llamar a mis padres…Ya habría tiempo de comer.
Mi mano se posó sobre el pomo de la puerta. Ni siquiera me había parado a pensar en si estaría abierta. Estaba tan cerca de la libertad que el hambre era algo secundario. Una sonrisa nació en las comisuras de mis labios mientras comenzaba a girar el pomo.
—No se va abrir—La sonrisa se congeló en mis labios—. Una pena ¿verdad?
Efectivamente, la puerta estaba cerrada. A cal y canto. Lo poco de esperanza que quedaba en mi interior se derritió como un hielo al Sol. La voz provenía de la cocina. No era la de Leonel, el hombre que me había traído a casa, ni la de Artyom, ni la de nadie que conociese. Había estado tan cerca de conseguirlo…
Me di la vuelta con más resignación que miedo. ¿Qué más me podía pasar ya? No entendía nada, no le encontraba el sentido a ninguna cosa, tenía tantas preguntas que ya no sabía ni por dónde empezar. Me dirigí a la cocina, sintiendo como si cada paso me costara más que el anterior. Crucé el umbral hacia la luminosa estancia que ocupaba la cocina. Mi olfato no me había engañado y un abundante desayuno descansaba sobre la mesa americana de piedra negra. Sin embargo, no estaba solo. Un hombre de constitución corpulenta, alto pero no tanto como Leonel, con el pelo grisáceo peinado casualmente hacia atrás, con unos jean y una camisa abierta y por debajo una camiseta básica negra, comía tranquilamente parte del desayuno. No fue su aspecto lo que llamó mi atención, sino sus ojos cuando se encontraron con los míos. Eran de un azul hielo, un azul tan frío que mi columna se sacudió en un escalofrío. Casi parecía que la temperatura en la estancia hubiese descendido. Pesé a tener el pelo de un color grisáceo, sus rasgos y sus ojos no denotaban mucho su edad. De hecho, no conseguía estimar la edad que tendría, no era mayor pero tampoco joven…
—Ariel ¿verdad? —Dejó el tenedor que sostenía en el plato en frente suyo—. ¿Vas a quedarte mucho rato ahí parada mirándome? Es un poco raro.
Fruncí el ceño. Sacudí la cabeza dándome cuenta de que probablemente llevaba como más de un minuto mirándole sin decir nada. Sentí el calor inundar mis mejillas. Bajé la vista al suelo con vergüenza. Oí una ligera risa.
—Siéntate y come.
Alcé la vista para ver como señalaba un taburete alto enfrente de mí a escasos metros. La forma en la que lo había dicho, aunque amable, sonaba a que no admitía réplica. Tragué saliva pero mi estómago rugió de nuevo.
— ¿Quién eres? —Me atreví a preguntar sin moverme del sitio. A pesar de todo tenía una sensación extraña. Como si algo me incomodase, como si algo me inquietará. Una leve sensación de ahogo. Sin embargo, no lograba identificar el qué era exactamente.
—El hombre que se está comiendo tu desayuno—replicó con sorna—. Come, lo necesitas.
No había lugar a réplica. El tono autoritario caló en mis sentidos. Me acerqué despacio y tomé asiento. Había un plato, un cuchillo y un tenedor y un vaso con zumo de naranja delante de mí.
— ¿Café? —Señaló una cafetera en la encimera a su derecha. Me encogí de hombros por toda respuesta.
Se acercó a la máquina, cogió una taza blanca que reposaba al lado y lo lleno con el líquido amargo que tanto me gustaba. Cogió un bonito tarro con azúcar y me dejó ambos al lado. Observé la comida enfrente de mí. Huevos revueltos, bacon, tortitas, fruta cortada… Sin pensármelo comencé a coger de todo y en el momento en el que la comida entró en mi boca, sentí una satisfacción que casi arrancó lágrimas de mis ojos. Estaba todo tan rico.
A medida que fui comiendo recuperé la compostura, me sentí con más energía y más centrada. La sensación incómoda no había desaparecido pero se había hecho más soportable. Entre los dos, estábamos acabando con toda la comida. No habíamos hablado nada más.
— ¿Estoy retenida aquí entonces? ¿Soy vuestra prisionera? —Alcé la vista de la comida.
Una sonrisa que no sabría si calificar como siniestra o socarrona recibió mi pregunta. Sus ojos azules eran tan intensos que me daban ganas de echar a correr en dirección contraria.
—No son los términos que yo usaría—Movió con diversión el cuchillo que sujetaba con la mano izquierda—. Digamos que al menos soy mejor anfitrión que Klein.
— ¿Qué? ¿Quién? —Me tensé de forma inmediata. Comencé a sentir como se me formaba un nudo en el estómago, mis manos comenzaron a temblar.
— ¿Qué recuerdas de lo que ha pasado? —El hombre dejo los cubiertos sobre la superficie negra pulida. Se inclinó un poco hacia delante.
Los recuerdos acudieron a mi cabeza como agua saliendo de un grifo. Sentí como me mareaba. Las imágenes, el dolor, el miedo, la angustia…No sabía que estaba pasando. Recordé a Artyom, recordé las torturas…Me levanté de un salto, temblando y agarrando en mi mano el cuchillo con el que había estado partiendo la comida. Me faltaba el aire, me ahogaba. Solo quería que todo aquello parase, quería irme a casa, quería que la pesadilla se acabase.
— ¡¿Qué coño está pasando?! ¡¿Quién eres?! ¡Déjame irme! —Grité alzando el cuchillo hacia aquel extraño. No sabía lo que hacer, mi mente era incapaz de seguir un razonamiento lógico.
—Ariel, cálmate—Se levantó del asiento y comenzó a rodear la mesa—. Estás en estado de shock. Probablemente sufras de estrés post-traumático. Respira hondo.
Sus palabras carecían de sentido para mí. Retrocedí un par de pasos, cuchillo en frente de mí, temblando de pies a cabeza.
— ¡Quiero volver a mi casa! ¡Quiero que todo pare! ¡Déjame ir! —Los sonidos salían de mi boca y se perdían en mis oídos. No controlaba mis acciones. No controlaba lo que decía. Estaba perdida. El extraño estaba a unos cuantos pasos de mí. De pie parecía más alto, más autoritario.
—Suelta el cuchillo—Su voz era más profunda—. ¿Cuál es el plan? ¿Enfrentarte a mí? ¿Correr por la casa buscando una salida mientras te persigo como en una película de miedo? Tranquilízate y daré respuestas a tus preguntas pero créeme cuando te digo que de esta casa no vas a salir.
— ¡¿Por qué?! ¡¿Por…?!
Ocurrió en tan solo unos segundos. El hombre dio unos pasos alcanzándome. Con la mano izquierda agarró mi muñeca. Fue solo un instante. Cuando su piel entró en contacto con la mía, una sensación de pánico me invadió. Una sensación parecida a cuando subes una escalera, crees que hay un peldaño más al final pero no lo hay. Esa sensación de pisar y no encontrar el apoyo que esperabas debajo. Y oscuridad, una oscuridad densa, fría, horrible…Sentí una oscuridad como ninguna otra invadiendo cada fibra de mi cuerpo, cada filamento.
Oí en la lejanía el sonido del cuchillo golpear el suelo. De repente, todo paró. La oscuridad desapareció, el pánico remitió. El hombre me había soltado. Trastabillé hacia atrás hasta que me topé con otra encimera. Los ojos abiertos con horror mirando a aquel ser que tenía delante.
— ¿Qué eres? —murmuré con la voz rota.
Sonrió de medio lado. Se acercó con tranquilidad. Sus ojos parecían más azules que antes, casi parecían ¿brillar? Se paró a menos de un metro de mí. Mi respiración era tan agitada que temía no ser capaz de seguir respirando.
—Oh, querida—Su voz se tornó más gutural—. Soy un monstruo.
Y por absurdo que pareciese. Le creí.
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